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4 escritores morelenses contemporáneos que tienes que conocer

14 / junio / 2018

Ellos exploran las maravillas que los rodean por caminos insospechados. ¿Vas a dejar que te deslumbren?

Escribir es un acto que, curiosamente, practicamos con frecuencia y casi nos pasa desapercibido. Especialmente en estos tiempos, donde imperan los mensajes de texto cortos y las imágenes “meméticas” que, sin las letras blancas que suelen acompañarlas, no son capaces de apropiarse correctamente de las referencias.

Además contrario a lo que se dice de las generaciones del nuevo milenio y de finales del anterior también leemos muchísimo. ¿Podremos decir que leemos más que nunca? Lo cierto es que leemos de lo que nos gusta, de lo que nos conecta de forma inmediata con nuestra vida cotidiana. ¿Será por eso que nos cuesta tanto leer una novela del siglo XIX y no dudamos ni por un segundo de pasar el día leyendo chismes de la vecina en formato de WhatsApp?

Tal vez la diferencia entre estas dos formas de lectura es precisamente la intención puesta en cada una. Se lee porque la comunicación general ha ganado terreno en las letras. Pero se lee también con ganas de romper lo cotidiano, cuestionarlo incluso. Se lee a propósito cuando uno necesita informar su mundo con nuevas palabras y se lee sin pensarlo para mantener la consistencia de nuestras relaciones en el día a día.

Nosotros queremos invitarte a leer precisamente porque es extraordinario; sobre todo si quien escribe enuncia cariñosamente ese mundo habitual que está rompiendo. Nuestro mundo es Morelos y, afortunadamente, hay fantásticos escritores contemporáneos que exploran las maravillas que los rodean por caminos insospechados. ¿Vas a dejar que te deslumbren?

También en Más de Morelos: 5 artistas vanguardistas de Morelos: despuntes de tradición y horizontes contemporáneos

Davo Valdés

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Nació en Cuernavaca, en 1988. Es escritor y crítico de cine. Cuando de narrativa se trata, le hace a la poesía, la novela y, también, al cuento. Ha recibido múltiples premios y puede contar diversas publicaciones: Relatos de un mundo depravado (EdicioZetina, 2009), Despertar (Astrolabio, 2014) y El silencio de los hipopótamos (Lengua de Diablo-Acálasletras, 2016), entre otras. Como poeta es espectacular; pero, al leer sólo uno de sus cuentos entenderás que su cualidad tal vez más brillante es la capacidad de hacerte sentir que estás escuchándolo de viva voz. Escribe con muchísima naturalidad; precioso, sin duda, pero con la fluidez propia de un diálogo oral. Es extraño: te llena y quieres ponerle atención. “Dime”, le susurras mientras, como en un diálogo auténtico, aguardas lo que viene. Otra cosa apreciable es su capacidad de ponerte bien en contexto: las descripciones sobre sus personajes y su entorno son detalladas, pero no abusan de tu paciencia. Parece que te deja las pistas suficientes como para poder posicionar tu mirada como si fuera la del mismísimo narrador. Te dejamos un fragmento de un cuento que lo demuestra y que, además, te dejará helado:

Flores rojas (fragmento)

Conocí a mi padre días después de haber cumplido los doce años. Mi mamá estaba en el trabajo y como no supe quién era, no lo dejé pasar. Eran las once de la mañana y yo había faltado a la escuela. Estaba jugando en el patio trasero de la casa. A lo lejos, detrás de la barda, se veía un cerro carcomido por los dinamitazos que los obreros detonaban para obtener cal. Mi juego consistía en mirar al sol directamente sin parpadear. En la escuela me habían dicho que si lograba verlo diez segundos, crecería esa misma cantidad, pero en centímetros. La luz me cegó al grado de marearme y me lavé el rostro en el lavadero enmohecido. La gallina se había apropiado de la tarja y el concreto olía a heces de ave. Escuché que golpearon la puerta. Primero no quise ir porque pensé que era algún cobrador de esos que iban a buscar a mi mamá todo el tiempo, pero insistieron tanto que llegué a pensar que era mi madre que había olvidado sus llaves de nuevo. Miré por la ventana y un hombre corpulento, de bigotes largos y cabello peinado en una cola de caballo, se asomó por el cristal. Lo saludé y no recibí respuesta. Se quedó ahí silencioso como esperando que lo reconociera. No habló. Le pregunté que qué quería y siguió mudo. Me dio miedo y me regresé al patio. Me acurruqué abajo del lavadero y estuve mirando cómo trabajaban las máquinas en el cerro. De vez en cuando se escuchaban explosiones e imaginaba que alguna flota de aviones bombardeaba la ciudad. A veces anhelaba eso. El caos. Un estado constante de incertidumbre y destrucción. Leía en el periódico notas sobre países lejanos que vivían en conflicto y deseaba que algo así pasara cerca. Todo el tiempo recreaba situaciones semejantes. Como cuando veía a los hombres salir de la planta petroquímica, con sus trajes naranja y sus rostros aceitosos. Imaginaba que eran zombis que invadían las calles o soldados que regresaban con la derrota bajo el brazo y dentro de los ojos. Al menos la derrota nos daría relatos interesantes, pensaba. Porque la vida así con tanta calma, con tanta repetición, me aburría. El hombre no volvió a tocar, pero no quise salir a ver si se había ido. La gallina se resguardaba en una esquina del patio donde los rayos del sol calentaban más. No sé qué hora era, pero el calor de la tarde me entumeció el cuerpo y me quedé dormido.

¿Te quedaste picado? Termina de leer aquí.

Adela Iglesias

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Nació en la Ciudad de México, pero lleva más de 22 años con los pies y el corazón en Morelos. Ha publicado reseñas literarias, crónicas y cuentos; además ha colaborado como editora con diversas revistas. Su cuento “Fecha de caducidad” (2016) fue publicado en la antología Incómodos, editada en Madrid por RELEE.  Narrar es el ejercicio que ejerce, también cuando es maestra, psicoterapeuta y madre de Santiago.

En realidad, narrar es lo que hace todo el tiempo. Su vida siempre es observada por una lectora audaz, preocupada por interpretar cada detalle y también por encontrar la manera de extraer pequeñas lecciones de vida, hasta de los rincones más ínfimos. Esta lectora, por supuesto, es la misma Adela, que, analíticamente, es escribiendo y se escribe siendo. El ejercicio narrativo es la vida misma de Adela y no se agota.

Sus textos emanan de una deliciosa intimidad, que delicadamente, desabotona su vestido, honesta y tan comprometida consigo misma (con la vida en la que está emplazada) que uno no puede más que sentirla en carne propia. Leer a Adela es peligroso, pues uno se pone en el camino de la más profunda nostalgia; la más desgarradora tristeza; arrebatadoras pasiones; sutiles desencantos, y pequeñas pero brillantes felicidades y victorias cotidianas. Quienes han tenido la fortuna de leerla saben, sin embargo, que vale la pena el riesgo.

Ahí te va una probadita de su blog y sigue leyendo a esta morelense adoptiva aquí.   

De tortillas y preguntas

Ayer fui a comprar tortillas, aprovechando que tenía sesión con una pareja y el changarrito donde las hacen está frente a mi consultorio. Doña Mago, que ha visitado este blog aquí y acá, es quien suele estar al pie del comal. Pero ayer, no. En su lugar, una chica más joven estaba al mando de las gorditas, las quesadillas y familia. Como yo tenía el tiempo justo, me limité a encargarle dos docenas. Pasaría a recogerlas una hora después, le dije. Accedió.

Cuando volví, me dijo que aún no las hacía, porque había sacado unos pedidos. Le dije que la esperaría y que me hiciera solo una docena. Y me senté a verla trabajar.

Entonces empezó a hacer bolitas de masa, aplastarlas en la máquina para hacer tortillas y colocarlas sobre el comal. ¿Cómo sabrá cuando están cocidas?, me pregunté (temiendo que no le quedaran tan buenas como a doña Mago). Mientras aplastaba más bolitas, iba volteando las que estaban sobre el comal. A veces las dejaba un rato más del mismo lado.

Y entonces, la magia: Cada circunferencia de masa empezó a inflarse y diferenciarse en un reverso y un anverso. ¿Cómo se sabe cuál será el derecho y cuál el revés? ¿Cómo hace el aire para meterse por el medio y transformar la masa en lo en algunos lugares llaman “sapos” (tortillas infladas)? ¿O será el aire mismo que tiene la masa dentro? ¿Por qué un lado (el revés) es más grueso que el otro (el derecho, que es como un piel delgada, casi transparente, de maíz)?

Y la chica, cuyo nombre no alcancé a averiguar, colocaba las tortillas más cocidas encima de las más crudas y el peso las ayudaba, paradójicamente, a inflarse. Creo. (Algún físico tendría explicaciones mucho más precisas, seguro.)

Y entonces llegó una señora mayor, chaparrita, clienta de doña Mago, pues preguntó por ella (todos en la zona la conocemos) y ordenó una gordita de chales. Pero la chica seguía haciendo mis tortillas. Y entonces un montón de 3 o 4 tortillas empezó a deslizarse por el comal, impulsado por el aire y el calor, y llegó a la orilla, donde hubiera caído, a no ser por el dedo oportuno de la clienta que esperaba su gordita.

Ni las ha pagado y ya que se quieren ir, broméo la tortillera. Sí, ¿verdad?, le contesté yo. Y entonces aproveché para preguntarle por doña Mago. Está de vacaciones. (Muy merecidas, comentó otro cliente recién llegado.) Volverá en una semana y media o dos.

Para entonces, mis tortillas ya estaban listas. ¿Va a querer la otra docena? La próxima vez, gracias.

Y la mujer empezó a meter las tortillas, ardientes, en una bolsa.

¿No tiene papel? Se me olvidó mi trapo. No. Pero le voy a poner una servilleta. ¿Para que no se pegue la bolsa? No, para que usted no se queme.

Y en efecto, con todo y servilleta, si no ha sido por otra bolsa que llevaba con mis cosas y que usé para sostenerlas, las tortillas posiblemente habrían acabado en el suelo.

Llegando a casa, saqué las tortillas de la bolsa y las fui separando, deshaciendo el montón original y haciendo uno nuevo. (Como todo mexicano sabe, y yo aprendí gracias a mi tía Olga o a mi abuela Rosa o a ambas, si no las despegas cuando aún están calientes, recién llegadas, después será imposible y acabarán hechas pedazos.)

Para terminar, me preparé una de las tortillas, aún muy caliente, con mantequilla y sal
y la hice taco.
Deliciosa.
Y me olvidé de todas las preguntas sobre su origen.
Hasta la próxima vez.

Amaury Colmenares

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Estudió historia en la UAEM y es escritor. Ha colaborado en espacios como Tierra Adentro, Bicaalú, Cuadrivio, La Jornada Morelos, El Caudillo de Morelos, La Piedra, Penumbria. Junto a Davo Valdés (aquí presente) lleva el proyecto Ruina Tropical, colectivo que en Cuernavaca promueve la cultura contemporánea. En 2015 publicó su primera novela El misterio de la Marca bajo el sello Simiente.  Su columna en La Jornada Morelos, “Flora y fauna de la eterna primavera” es una de nuestras preferidas (checa acá una reflexión reciente sobre el “sí pues” y otras frases morelenses).

En primer lugar, Amaury es increíblemente ingenioso, especialmente en el sentido de la palabra en inglés “resourceful”: está lleno de recursos y a cada línea es evidente que ha estudiado con muchísimo cuidado sus palabras, antes de escribirlas. Cuando lo lees, dan muchísimas ganas de escribir; de contar una historia como las suyas y de darse la oportunidad, también, de corromper los formatos como él lo hace. Es verdaderamente fantástico y si te prestas a ello, te va a conmover hasta las lágrimas. Como quien se compromete con la vida, Amaury le deja a sus lectores la oportunidad de conciliarse con la muerte en este cuento:  

Fábrica de bombillas, focos y otras luminarias (fragmento)

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“Inmortalidad” de Abraham Villaseñor.

[…]  Transmitieron el video completo. Las cámaras del Canal del Congreso filmaban una sesión aburrida pero importante, muy concurrida y animada. En un momento de distracción (abajo, en las tribunas, dos diputados se peleaban, mientras una tercera los fustigaba con una carpeta) un hombre joven y sencillo, casi imperceptible, subió al pódium. Se plantó frente a la mesa del director. Comenzó a hablar palabras perdidas por la falta de micrófono, palabras que los ahí presentes escuchaban claramente pero que los televidentes iban a perderse. Los legisladores comenzaron a hacerle caso, al parecer en el instante en el que grito la palabra ‘bomba’. “Bombilla”, corrigió el fabricante pegando los labios a su taza de café. La pelea legislativa paró: el hombre ahora gritaba. En un momento pareció exigir una respuesta, pues guardó silencio y miro alrededor. La voz de un diputado del pódium (algún comisionado, secretario o coordinador) le respondió, bien claro para los televidentes por poseer un micrófono: “Este no es un concurso de la tele, wey, ni tampoco cumplimos deseos. ¡Nosotros hacemos leyes!”. Entonces el joven comenzó a reír. Sus carcajadas se distinguían en el audio del video, sobre las carcajadas más sonoras de algunos diputados. La cara roja, tensa, unas lágrimas se mezclaban con sudor en el rictus: el joven se arqueó, pasó de estar rojo y convulso a paralizarse con una sonrisa dolorosa, su piel comenzó a hacerse blanca, luego azul, luego gris, luego comenzó a brillar. Parecía ser color dorado, luego fue provocando sombras. Los diputados lo miraban con las manos frente a los ojos. […] 

¡Sigue leyendo aquí!

Tania Langarica

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Esta joven poeta nació en Cuernavaca en 1993. Estudió letras en la Universidad del Claustro de Sor Juana. Ahora es una destacada creadora morelense que ha publicado y colaborado en revistas como Cáñamo, La Ciudad de Frente, Cultura Colectiva, Des/linde, Err Magazine, Tierra Adentro y Ruina Tropical.  

Sus poemas, al ojo distraído, aparecen complejos: cada detalle está delineado cuidadosamente en el plano del papel: la forma en que se presentan gráficamente los textos; los cortes, sucesiones y cadencias, y las expresiones contemporáneas que resumen incisivamente un asunto intrincado. Pero no los desdeñes.

Lee detenidamente.

      Permítete masticar la imagen que propone en cada verso.

Es plástica.               Es comestible. 

Sólo tienes que permitir su lugar en tu mundo.

Ahí te va un ejemplo:


No hay manantiales en la carne (fragmento)

[…] 

play back el día anterior

aún trato de explicarme

esta cantimplora de sonidos. La calle y tú

El cuerpo infante para cualquier tragedia

entiendo

por qué has sido tan voraz

con mi existencia.

Hoy es gravísimo

si lo ves

de cerca

            —verte dormir—

ver la banqueta

la puerta cerrada y abierta. La cabeza

desnuda puedo empezar a reconocerte

                no hay

                                 manantiales en la carne.

Con religiosidad

enfermar lo que eres

dar las noches

quedar viva

con el cabello mojado

un domingo. Sollozar

Lo que aquí se escucha

no es escarcha de tu hielo.

Templo

Flujo. La danza de mis manos

otra vez sin mí

él dice <Hola>

omisión del sujeto interno. Batallar

Grasa en la sangre

la carne, al fin

no es tan jugosa.

Quiero abandonar

la palabra

ser heredero de nada

porque es gravísimo

                 —silbar sobre ti—

que regrese a tiempo

mi deseo

que nadie lo llame

almático

que nadie vuelva a decir

dicotómico. Estallar

[…] 

Revisa el texto completo aquí